Como en las grandes excavaciones
de Egipto, estuvimos trabajando bajo un Sol de justicia, cosa que no desanimó
en absoluto a ninguno de nosotros. Los
aprendices de arqueólogos iban armados con agua, gorra, pala y unas brochas que
se iban prestando, con lo que la estampa era propia de un equipo de
profesionales explorando un yacimiento de gran importancia.
Cuando
aparecieron las primeras piezas al principio fue un momento de gran emoción,
tanto para ellos como para mí, que temía que tardaran en aparecer y eso les
desmotivara. Cogían el hallazgo, lo limpiaban, catalogaban, clasificaban… y
vuelta a cavar, había parejas que estaban peinando la zona asignada con tal
entusiasmo que aunque ya no quedaba nada en esa área, seguían intentando encontrar
algo (llegaron a hacer un agujero que parecía un cráter), mientras que otras
todavía seguían buscando su primera pieza, empezando a notarse el desánimo en
sus caras, pero es que esta era una de las claves: Paciencia. Finalmente fueron
apareciendo, y se empezaban a ver los primeros montones de fragmentos.
Ya
en clase, comenzamos a montar el puzzle que supone reconstruir las piezas.
Había platos, cuencos, jarras… estaban casi todas las piezas, ya que una vez en
clase, nos dimos cuenta que alguna se habría quedado en el yacimiento, no pasa
nada, eso ocurre hasta en los mejores museos, lo completamos con arcilla para
que se vea que no es la original, y hala, ¡a exhibirlo! les pusimos una pequeña
ficha, y algunas fueron al hall del colegio, otras en clase, y a otras incluso
les hicimos unas pequeñas vitrinas. Espero que las pocas piezas que quedaron en
el yacimiento las encuentren unos arqueólogos dentro de muchos años y se lo
pasen tan bien como nosotros.
Por Víctor José Sánchez-Mateos García